Surfing en familia
Me pregunto cuándo comencé a disfrutar del mar y las olas junto a mi hermano, y me tengo que remontar a finales de los 70 y principio de los 80. (Fotos: Dani Miquel.)
Entonces vivíamos en costas mediterráneas, donde nacimos, y lo poco que sabíamos del surf era porque casualmente un día nuestros padres nos llevaron a ver “El Gran Miércoles” al cine. Fue impactante y nos despertó toda una serie de preguntas por aquel entonces sin respuesta.
Durante un tiempo nos tuvimos que conformar con jugar con las olas a cuerpo… a menudo, nos dejábamos arrastrar tumbados en colchonetas domingueras y demás flirteos. Es curioso que tardamos muchos años en saber que en el Mediterráneo se podía hacer surf y que no éramos los únicos que nos deslizábamos sobre colchonetas, que también lo hacia un tal George Greenough, por ejemplo.
En verano del 83 nos trasladamos a vivir a las Islas Canarias. Ese mismo verano nos hicimos con unas tablas deslizantes que guardaba mi tía en un desván… unos objetos parecidos a las ancestrales y actuales alaias, y que permanecen en la memoria colectiva de cualquier treintañero porque a todos se nos clavó alguna vez en la barriga cuando se iba de punta… de hay en adelante ya todo fue cuesta abajo: aussies, mach-7, tablas y más tablas… años en los que todo fue cambiando: las olas, las tablas, el material, las tiendas, el ambiente, la gente,… y nosotros. Lo que siempre se ha mantenido es la afición. Una afición que con los años se transformó en algo más fuerte. No en un modo de vida, porque en nuestras vidas existen cosas más importantes que el surfing, pero si es una pasión. Una pasión compartida, porque siempre íbamos a coger olas juntos.
Lo mejor del surfing es hacer surfing. Es algo indiscutible para mi. Compartir un rato con los amigos en un parking, hablar de tablas, de viajes… forma parte del surf, pero el momento más dulce es individual. Sin embargo, todo lo que le rodea forma parte de nuestra pasión y disfrute. Y ese mundo de matices que rodean al hecho en si de coger una ola siempre lo he compartido con mi hermano. Madrugar, hacer kilómetros,… Nos solemos buscar en el agua. Cruzamos las miradas diciéndonos: “¡Que buena esa ola!”, “¡Me pesan los brazos! ¡No puedo más!”; o levantando un dedo: “Una y para fuera”.
Un día surfeable, es decir, festivo o con unas horas libres, suele comenzar chequeando Internet seguido de un cruce de llamadas entre nosotros. A partir de ahí se organiza la jornada. Por lo demás, somos dos colegas que van a buscar olas y que disfrutan juntos en el agua. Con frecuencia solo buscamos olas, no las encontramos, lo cual es definido por nuestras parejas como “pasear las tablas”. Conocemos nuestros gustos, manías, limitaciones y normalmente, nos resulta muy fácil elegir ola. No suele ser la mejor, pero si tranquila. Dos es un número ideal. No entras solo, no generas multitudes, y si hay que discutir donde ir, es más fácil.
Además, compartimos locura por las tablas. Con los años nos hemos ido acercando en volumen y tipos de tabla, y ahora las compartimos todas. Se diría que tenemos un quiver. Cada uno aporta tablas según su surfing y personalidad, pero nunca nos hemos negado nuestra tabla mágica el uno al otro. A menudo, a la hora de decidir con que tabla entrar, solemos negociar un intercambio de tabla a mitad de baño.
Total, que si tenéis hermanos, animarlos a compartir una pasión como el surf. Un hermano es un compañero de viaje fiel. Como única precaución, evitar el típico desastre que arrastramos los hermanos pequeños… no tengo wax, ¿tienes una bolsa?, ¿me invitas a una Coca-Cola?…